El relato La ardillita fue creado en el año 1992 y fue publicado en la
revista Nash Sovremennik (esp., Nuestro Contemporáneo) y en otras ediciones literarias prestigiosas. Andrei
Gerashchenko es miembro de las Uniones de Escritores de Rusia, de Belarús y del
Estado de la Unión, y es autor de más de 20 libros, incluso de libros
infantiles y de obras sobre la II Guerra Mundial..
En 2016 fue condecorado con la
medalla de Puszkin conforme al Decreto del Presidente de Rusia Vladímir Putin.
La ardillita conmemora a los niños, ancianos
y mujeres perecidos en los territorios invadidos por los nazis. La ardillita es
un simbólico juguete en las manos de un niño bielorruso que se salva de la
muerte gracias al peluche. Pero inesperadamente las circunstancias cambian…
Era el invierno de 1944. El último invierno de la ocupación.
El humo irritaba los ojos. Parecía que el calor
insoportable fundiría el cuerpo y este, igual que la mantequilla derretida, se
filtraría a través de la tierra y desaparecería en sus profundidades.
La casa estaba ardiendo, igual que los abuelos y la
pequeña Alesia. Pero no les dolía. Rygorka sabía con certeza que no les dolía.
Un día él ya había visto como fusilaron al viejo Migey y dejaron
yacer su cuerpo en medio del patio. Hacía mucho frío, pero él yacía y no se
movía. El yayo dijo que a Migey ya no le dolía porque su alma ya estaba en el
cielo. El alma es la persona, y el cuerpo es como si fuera la ropa. Rygorka lo sabía
también. Por eso a los abuelos y a Alesia ya no les dolía porque estaban en el
cielo. Y Rygorka estaba solo. ¿Qué será de él?
El humo irritante llenó la boca y la nariz. Se le hizo
difícil respirar.
“Y si mi alma se ahoga junto con mi cuerpo ¿nunca jamás
iré al cielo?”, se asustó Rygorka, y, limpiando las lágrimas, empezó a liberar
de trapos la salida secreta.
El abuelo sabía que los alemanes podían venir en
cualquier momento y enseñó a su nieto el escondite. Ahora Rygorka sabe qué
hacer: hay que escuchar atentamente si está alguien en este lado de la casa,
luego reptar fuera y correr a todo vapor hacia el bosque.
Una brisa fría y
asombrosamente fresca rozó su cara.
El obersturmbannführer Neubert percibió un ruido extraño.
Miró abajo y logró notar que junto a la mismísima pared de la casa la nieve se
cedió y se hundió adentro, hacia una cavidad. Y a través de la grieta salió un
fino hilo de humo azulado.
De repente el ruido se repitió y se oyó claramente
una respiración entrecortada. El hoyo debajo de la pared se abrió aún más y
desde allá se asomó un brazo humano. Neubert casi saltó atrás y desenfundó su parabellum.
Escondido junto a la pared, el obersturbannführer decidió
esperar para ver qué iba a pasar. Sería estúpido llamar a los soldados ya que
así espantaría a la persona que iba a reptar fuera.
Tras de la mano, apareció la
cabeza, y un ser humano, sucio y andrajoso, salió fuera.
“Dios, ¿por qué esta persona es tan pequeña? ¿Sería un
troll malvado que salió del infierno para castigarme por mis pecados? Maldita
sea, es solo un niño, solo un niño andrajoso y sucio. Tengo los nervios
destrozados. Pero, ¿cómo sobrevivió en la casa? Resulta que hicimos mal el
trabajo, y por poco se nos escapa”, Neubert comenzó a examinar a Rygorka sin
bajar su parabellum.
Rygorka sacudió la nieve de Tyapik, una vieja ardillita
de peluche. Miró hacia arriba y... vio una pistola que apuntaba a él y a un
alemán alto cuyo dedo estaba en el gatillo.
Con un suave grito, Rygorka soltó la ardillita e intentó
volver al escondite.
Debía correr, huir a todo poder de este alemán, pero el
horror, como el horror de un ratón sobrecogido por una serpiente, le impedía
mover un músculo.
“¿Por qué no le maté? Ahora le examinaré y dispararé.
¿Para qué lo quiero?”, pensó Neubert y volvió a tocar la pistolera, pero de
repente vio una pequeña ardillita de peluche que yacía perdida en la nieve.
"¿Por qué esta
ardillita está aquí?", pensó Neubert y enseguida recordó a Marta y al
pequeño rubio Fritz...
Aquella noche, Neubert llegó de Munich y le trajo a Fritz
una pequeña ardillita de peluche como regalo para el Día de su Santo.
Fritz estaba encantado con el regalo y pasó toda la noche
jugando con su nuevo peluche.
—¿Cómo lo vas a llamar?— preguntó Neubert a su hijo.
—Ardillita. Simplemente Ardillita— respondió Fritz al
pensar un rato.
—Pero no llaman así. Todos deben tener su propio nombre.
Por ejemplo, tú eres Fritz, la mamá es Marta. ¿Y la ardillita? También necesita
tener un nombre— objetó el padre.
—¡No, que sea solo Ardillita!—
insistió Fritz...
Aquello pasó en verano. En el caluroso y soleado verano del año 1943.
Baviera estaba inmersa en el verdor y allá, en su hogar familiar, querido desde
la infancia, la guerra parecía algo lejano e irreal...
Rygorka sintió un líquido tibio correr por sus piernas e inmediatamente
ganó la capacidad de actuar, por fin superando el horror y el pánico. Limpiando
las lágrimas, abrazó las botas de Neubert y comenzó a lamentar con una voz
apenas audible:
- Tío fascista, tío fascista… ¡No
me mate! Tío fascista. Yo voy a obedecel, yo ...
Quizá pida que no le mate. Que listo... Fritz también era inteligente. ¿Por
qué era? Es inteligente, incluso
ahora”, Neubert levantó al niño por los hombros y le volvió a colocar frente a
sí mismo.
El obersturbannführer recogió la ardillita, la examinó cuidadosamente por
todos los lados y, tendiéndola a Rygorka, preguntó en alemán:
—¿Es tu amigo?
Rygorka miraba a Neubert atentamente. No entendía por qué el alemán estaba
tan interesado en su juguete.
—¿Cómo se llama?— volvió a preguntar Neubert en alemán.
Rygorka permanecía silencioso y, nervioso, cambiaba de un pie a otro.
Neubert notó que el niño estaba descalzo sobre la nieve.
“¿Qué voy a hacer con él?”,
vacilaba atenazado el obersturbannführer, mirando al chico.
“¿Me va a matar o no?”, se preguntaba Rygorka con horror, mirando a los
ojos de Neubert.
Recientemente, Neubert se interesaba aún más por el misticismo. Se volvió
supersticioso en los últimos meses ya que veía la sangre más a menudo que el
agua, y él mismo derramaba aquella sangre.
“Dios, ¿y si esas bestias vienen a Baviera? Y si queman así mi casa junto
con Marta y Fritz... ¡Ay, Dios mío, cómo se parece a Fritz! Le dejo huir al
bosque. Si se escapa, Fritz seguirá vivo, pero si no... Si huye, le dejaré ir. ¿Y
entonces qué? Más tarde morirá de todos modos: no podrá permanecer descalzo en
la nieve durante mucho tiempo. Aunque estos rusos son extremadamente
resistentes... Tal vez no muera y los guerrilleros lo recojan. Entonces será su
buena suerte. Mientras tanto, le dejo huir”, la frente de Neubert se cubrió de
sudor por el pensamiento obsesivo de que la vida de Fritz dependía de si el
niño ruso podría escapar y alcanzar el bosque.
—¡Partisanen! ¡Schnell, schnell! ¡Rápido!— gritó Neubert y, girando a
Rygorka hacia el bosque, le empujó ligeramente.
Rygorka empezó a llorar y se negó a correr.
“Tendrá miedo de que le dispare”, entendió Neubert y, sonriendo, enseño que
abrochaba la pistolera:
—Nicht schießen. ¡Partisanen, rápido!
Esta vez Rygorka se echó a correr. La nieve, fría y dura, hincaba y quemaba
sus pies congelados, pero el niño no lo prestaba atención. Solo quería alcanzar
el bosque lo más rápido posible.
Todavía no sabía qué iba a hacer en adelante, pero con
todas sus fuerzas quería escapar de las extrañas e incomprensibles personas, de
los fascistas que quemaron su casa y mataron a toda su familia.
La metralleta enviaba sin piedad
una ráfaga tras otra. El niño ruso cayó. Un instante, y se levantó, pero la
segunda ráfaga volvió a derribarlo. Paul carcajeó con deleite y siguió
disparando al pequeño cuerpo indefenso, tendido en la nieve.
“¡Eso significa que los rusos matarán a Fritz! ¿Pero de
dónde salió este idiota?”, Neubert, con los ojos desorbitados de rabia, saltó
hacia Paul y le golpeó en la cara.
—¿Por qué?— gritó Paul y soltó la metralleta, tocando la
mejilla.
—Tú, bruto, ¿estabas dormido? ¡Casi pierdes a este ruso!
¡Él habría podido escapar!— ahora Neubert tenía que explicar su conducta de
alguna manera.
—¡Pero yo le maté!
—Has tenido suerte— dijo Neubert, ya con calma, porque
volvió a controlarse; miró por última vez al cuerpecito sin vida de Rygorka que
apenas se veía debido a la distancia, y se dirigió hacia los coches que estaban
detrás de la casa.
En este momento, las llamas brotaron fuera de la casa y esta
empezó a arder como una vela enorme contra el cielo crepuscular.
—¿Dicen que hoy los rusos celebran la Navidad?— ya en el
coche preguntó el anciano cabo Schainbach.
—¿Navidad? Estupendo, ¡justo les dejamos las velas
navideñas!— se rio Paul e indicó al pueblo en llamas.
“Pues, tal vez los rusos lleguen a Baviera. Tal vez capturen
a Fritz y Marta. ¡Pero les va a costar muy caro!”, Neubert observaba
sombríamente los campos cubiertos de nieve.
En aquel momento lo único que deseaba era matar y quemar,
quemar y matar para que las corrientes de sangre roja borraran los recuerdos
del niño ruso asesinado por Paul...
Era el año mil novecientos cuarenta y cuatro.
***
La nieve alrededor suyo estaba saturada de sangre, pero Rygorka solo veía
una mancha negra porque había llegado la noche. Rygorka no lloraba porque el
frío desaparecía poco a poco y el dolor disminuía a cada minuto.
Rygorka extendió la mano hacia la ardillita que yacía a su lado, la apretó
contra su pecho y miró hacia arriba. Estrellas deslumbrantes brillaban en el
cielo. Mirando a los ojitos negros del juguete, Rygorka susurró su pensamiento
más íntimo a la pequeña ardillita:
—No me asfixié, y sé que ahola ilé al cielo, eso me decía mi yayo. Y tú,
Tyapik, también ilás. Plonto velemos a los yayos y a Alesia. Allí no halá flío
y estalemos muy bien, y todos los fascistas ilán al infielno. Así el yayo di...
Rygorka no terminó y cerró los ojos, pues sentía unas ganas insoportables
de dormir.
Grandes copos de nieve blanca caían silenciosamente en Rygorka. No se
derretían, y dos horas después cubrieron al niño con un velo blanco y
esponjoso, como si fuera un sudario.
Era el invierno de 1944. El último invierno de la ocupación...
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