Cuento en español

Era el invierno de 1944. El último invierno de la ocupación.

El humo irritaba los ojos. Parecía que el calor insoportable fundiría el cuerpo y este, igual que la mantequilla derretida, se filtraría a través de la tierra y desaparecería en sus profundidades.

La casa estaba ardiendo, igual que los abuelos y la pequeña Alesia. Pero no les dolía. Rygorka sabía con certeza que no les dolía.

Un día él ya había visto como fusilaron al viejo Migey y dejaron yacer su cuerpo en medio del patio. Hacía mucho frío, pero él yacía y no se movía. El yayo dijo que a Migey ya no le dolía porque su alma ya estaba en el cielo. El alma es la persona, y el cuerpo es como si fuera la ropa. Rygorka lo sabía también. Por eso a los abuelos y a Alesia ya no les dolía porque estaban en el cielo. Y Rygorka estaba solo. ¿Qué será de él?

El humo irritante llenó la boca y la nariz. Se le hizo difícil respirar.

“Y si mi alma se ahoga junto con mi cuerpo ¿nunca jamás iré al cielo?”, se asustó Rygorka, y, limpiando las lágrimas, empezó a liberar de trapos la salida secreta.

El abuelo sabía que los alemanes podían venir en cualquier momento y enseñó a su nieto el escondite. Ahora Rygorka sabe qué hacer: hay que escuchar atentamente si está alguien en este lado de la casa, luego reptar fuera y correr a todo vapor hacia el bosque.

Una brisa fría y asombrosamente fresca rozó su cara.

1

El obersturmbannführer Neubert percibió un ruido extraño. Miró abajo y logró notar que junto a la mismísima pared de la casa la nieve se cedió y se hundió adentro, hacia una cavidad. Y a través de la grieta salió un fino hilo de humo azulado.

“La pared puede caer. Dentro todo estará ardiendo si la nieve empezó a derretirse”, pensó el obersturmbannführer y por si acaso retrocedió unos pasos.

De repente el ruido se repitió y se oyó claramente una respiración entrecortada. El hoyo debajo de la pared se abrió aún más y desde allá se asomó un brazo humano. Neubert casi saltó atrás y desenfundó su parabellum.

Escondido junto a la pared, el obersturbannführer decidió esperar para ver qué iba a pasar. Sería estúpido llamar a los soldados ya que así espantaría a la persona que iba a reptar fuera.

Tras de la mano, apareció la cabeza, y un ser humano, sucio y andrajoso, salió fuera.

“Dios, ¿por qué esta persona es tan pequeña? ¿Sería un troll malvado que salió del infierno para castigarme por mis pecados? Maldita sea, es solo un niño, solo un niño andrajoso y sucio. Tengo los nervios destrozados. Pero, ¿cómo sobrevivió en la casa? Resulta que hicimos mal el trabajo, y por poco se nos escapa”, Neubert comenzó a examinar a Rygorka sin bajar su parabellum.

Rygorka sacudió la nieve de Tyapik, una vieja ardillita de peluche. Miró hacia arriba y... vio una pistola que apuntaba a él y a un alemán alto cuyo dedo estaba en el gatillo.

Con un suave grito, Rygorka soltó la ardillita e intentó volver al escondite.

Neubert bajó su parabellum, agarró a Rygorka por el cuello de la camisa y, volviéndole de cara para mirarle, colocó al niño, casi inconsciente por el miedo, frente a sí mismo.

El corazón comenzó a latir tan fuerte que Rygorka pensó que un poco más y se le saldría del pecho. El miedo se filtró en cada célula, paralizó sus brazos y piernas.

2

Debía correr, huir a todo poder de este alemán, pero el horror, como el horror de un ratón sobrecogido por una serpiente, le impedía mover un músculo.

“¿Por qué no le maté? Ahora le examinaré y dispararé. ¿Para qué lo quiero?”, pensó Neubert y volvió a tocar la pistolera, pero de repente vio una pequeña ardillita de peluche que yacía perdida en la nieve.

"¿Por qué esta ardillita está aquí?", pensó Neubert y enseguida recordó a Marta y al pequeño rubio Fritz...

3

Aquella noche, Neubert llegó de Munich y le trajo a Fritz una pequeña ardillita de peluche como regalo para el Día de su Santo.

Fritz estaba encantado con el regalo y pasó toda la noche jugando con su nuevo peluche.

¿Cómo lo vas a llamar?— preguntó Neubert a su hijo.

—Ardillita. Simplemente Ardillita— respondió Fritz al pensar un rato.

—Pero no llaman así. Todos deben tener su propio nombre. Por ejemplo, tú eres Fritz, la mamá es Marta. ¿Y la ardillita? También necesita tener un nombre— objetó el padre.

—¡No, que sea solo Ardillita!— insistió Fritz...

Aquello pasó en verano. En el caluroso y soleado verano del año 1943. Baviera estaba inmersa en el verdor y allá, en su hogar familiar, querido desde la infancia, la guerra parecía algo lejano e irreal...

Rygorka sintió un líquido tibio correr por sus piernas e inmediatamente ganó la capacidad de actuar, por fin superando el horror y el pánico. Limpiando las lágrimas, abrazó las botas de Neubert y comenzó a lamentar con una voz apenas audible:

- Tío fascista, tío fascista… ¡No me mate! Tío fascista. Yo voy a obedecel, yo ...

4


“Maldita sea, este pequeño ruso se parece tanto a Fritz. ¡Los mismos ojos azules y rizos rubios, por supuesto, si se los lava! ¿Qué está susurrando?

Quizá pida que no le mate. Que listo... Fritz también era inteligente. ¿Por qué era? Es inteligente, incluso ahora”, Neubert levantó al niño por los hombros y le volvió a colocar frente a sí mismo.

El obersturbannführer recogió la ardillita, la examinó cuidadosamente por todos los lados y, tendiéndola a Rygorka, preguntó en alemán:

—¿Es tu amigo?

Rygorka miraba a Neubert atentamente. No entendía por qué el alemán estaba tan interesado en su juguete.

—¿Cómo se llama?— volvió a preguntar Neubert en alemán.

Rygorka permanecía silencioso y, nervioso, cambiaba de un pie a otro. Neubert notó que el niño estaba descalzo sobre la nieve.

“¿Qué voy a hacer con él?”, vacilaba atenazado el obersturbannführer, mirando al chico.

“¿Me va a matar o no?”, se preguntaba Rygorka con horror, mirando a los ojos de Neubert.

Recientemente, Neubert se interesaba aún más por el misticismo. Se volvió supersticioso en los últimos meses ya que veía la sangre más a menudo que el agua, y él mismo derramaba aquella sangre.

“Dios, ¿y si esas bestias vienen a Baviera? Y si queman así mi casa junto con Marta y Fritz... ¡Ay, Dios mío, cómo se parece a Fritz! Le dejo huir al bosque. Si se escapa, Fritz seguirá vivo, pero si no... Si huye, le dejaré ir. ¿Y entonces qué? Más tarde morirá de todos modos: no podrá permanecer descalzo en la nieve durante mucho tiempo. Aunque estos rusos son extremadamente resistentes... Tal vez no muera y los guerrilleros lo recojan. Entonces será su buena suerte. Mientras tanto, le dejo huir”, la frente de Neubert se cubrió de sudor por el pensamiento obsesivo de que la vida de Fritz dependía de si el niño ruso podría escapar y alcanzar el bosque.

“Pero, Dios mío, se parece tanto a Fritz”, pensó Neubert y le entregó la pequeña ardillita a Rygorka. Con las manos temblando de frío, el niño apretó el juguete contra su pecho y miró al alemán.

—¡Partisanen! ¡Schnell, schnell! ¡Rápido!— gritó Neubert y, girando a Rygorka hacia el bosque, le empujó ligeramente.

Rygorka empezó a llorar y se negó a correr.

“Tendrá miedo de que le dispare”, entendió Neubert y, sonriendo, enseño que abrochaba la pistolera:

—Nicht schießen. ¡Partisanen, rápido!

Esta vez Rygorka se echó a correr. La nieve, fría y dura, hincaba y quemaba sus pies congelados, pero el niño no lo prestaba atención. Solo quería alcanzar el bosque lo más rápido posible.

5

Todavía no sabía qué iba a hacer en adelante, pero con todas sus fuerzas quería escapar de las extrañas e incomprensibles personas, de los fascistas que quemaron su casa y mataron a toda su familia.

La metralleta enviaba sin piedad una ráfaga tras otra. El niño ruso cayó. Un instante, y se levantó, pero la segunda ráfaga volvió a derribarlo. Paul carcajeó con deleite y siguió disparando al pequeño cuerpo indefenso, tendido en la nieve.

“¡Eso significa que los rusos matarán a Fritz! ¿Pero de dónde salió este idiota?”, Neubert, con los ojos desorbitados de rabia, saltó hacia Paul y le golpeó en la cara.

—¿Por qué?— gritó Paul y soltó la metralleta, tocando la mejilla.

—Tú, bruto, ¿estabas dormido? ¡Casi pierdes a este ruso! ¡Él habría podido escapar!— ahora Neubert tenía que explicar su conducta de alguna manera.

—¡Pero yo le maté!

—Has tenido suerte— dijo Neubert, ya con calma, porque volvió a controlarse; miró por última vez al cuerpecito sin vida de Rygorka que apenas se veía debido a la distancia, y se dirigió hacia los coches que estaban detrás de la casa.

En este momento, las llamas brotaron fuera de la casa y esta empezó a arder como una vela enorme contra el cielo crepuscular.

6

—¿Dicen que hoy los rusos celebran la Navidad?— ya en el coche preguntó el anciano cabo Schainbach.

—¿Navidad? Estupendo, ¡justo les dejamos las velas navideñas!— se rio Paul e indicó al pueblo en llamas.

“Pues, tal vez los rusos lleguen a Baviera. Tal vez capturen a Fritz y Marta. ¡Pero les va a costar muy caro!”, Neubert observaba sombríamente los campos cubiertos de nieve.

En aquel momento lo único que deseaba era matar y quemar, quemar y matar para que las corrientes de sangre roja borraran los recuerdos del niño ruso asesinado por Paul...

Era el año mil novecientos cuarenta y cuatro.

***                                                        

Rygorka volvió en sí de un frío insoportable y de un dolor agudo. Trató de ponerse en pies, pero no pudo: las piernas del niño estaban quebradas por dos ráfagas.

La nieve alrededor suyo estaba saturada de sangre, pero Rygorka solo veía una mancha negra porque había llegado la noche. Rygorka no lloraba porque el frío desaparecía poco a poco y el dolor disminuía a cada minuto.

Rygorka extendió la mano hacia la ardillita que yacía a su lado, la apretó contra su pecho y miró hacia arriba. Estrellas deslumbrantes brillaban en el cielo. Mirando a los ojitos negros del juguete, Rygorka susurró su pensamiento más íntimo a la pequeña ardillita:

—No me asfixié, y sé que ahola ilé al cielo, eso me decía mi yayo. Y tú, Tyapik, también ilás. Plonto velemos a los yayos y a Alesia. Allí no halá flío y estalemos muy bien, y todos los fascistas ilán al infielno. Así el yayo di...

Rygorka no terminó y cerró los ojos, pues sentía unas ganas insoportables de dormir.

Grandes copos de nieve blanca caían silenciosamente en Rygorka. No se derretían, y dos horas después cubrieron al niño con un velo blanco y esponjoso, como si fuera un sudario.

Parecía como si la misma naturaleza estuviera horrorizada por lo que se había hecho y, al no poder cambiar nada, quisiera ocultarlo todo.

Era el invierno de 1944. El último invierno de la ocupación...

7

Переводчик
Ольга Викторовна Янукенас / Olga Yanoukenas
Переводчик испанского языка, соавтор учебников по испанскому языку для учреждений общего среднего образования
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